dimarts, 1 de maig del 2012

UNA SIESTA DE DOCE AÑOS

Avui llegint el correu, he trobat un que m'ha enviat una amiga mestra i no he pogut resistir la tentació de penjar-lo ací. La meua amiga deia al seu correu que li semblava increïble que algú parlara així dels mestres. I és que en aquestos moments (i des de fa prou temps) formem part d'una professió que està cada cop menys valorada i trobar una carta així és com quan per fi plou desprès d'una gran sequera.
Hi ha moltes coses certes i interessants en el que diu Carles Capdevila, però hi ha una que m'ha cridat l'atenció i és: com els pares poden deixar els seus fills i filles en mans de persones que no valoren en les que no confien....Vull pensar que els pares que ens aprecien i ens valoren són molts més dels que ens critiquen i menyspreien, però cal que també es facen oir: si ho fan els mestres ens sentirem recolçats i la nostra tasca serà molt més entusiasta i els seus fills ens respectaran, apreciaran i valoraran un poc més.


'Una siesta de doce años' Carles Capdevila / Periodista.



 Educar debe de ser una cosa parecida a espabilar a los niños y frenar
 a los adolescentes. Justo lo contrario de lo que hacemos: no es
 extraño ver niños de cuatro años con cochecito y chupete hablando por
 el móvil, ni tampoco lo es ver algunos de catorce sin hora de volver a
 casa. Lo hemos llamado sobreprotección, pero es la desprotección más
 absoluta: el niño llega al insti sin haber ido a comprar una triste
 barra de pan, justo cuando un amigo ya se ha pasado a la coca.
 Sorprende que haya tanta literatura médica y psicopedagógica para
 afrontar el embarazo, el parto y el primer año de vida, y que exista
 un vacío que llega hasta los libros de socorro para padres de
 adolescentes, esos que lucen títulos tan sugerentes como Mi hijo me
 pega o Mi hijo se droga. Los niños de entre dos y doce años no tienen
 quien les escriba.
 Desde que abandonan el pañal (¡ya era hora!) hasta que llegan las
 compresas (y que duren), desde que los desenganchas del chupete hasta
 que te hueles que se han enganchado al tabaco, los padres hacemos una
 cosa fantástica: descansamos. Reponemos fuerzas del estrés de haberlos
 parido y enseñado a andar y nos desentendemos hasta que toca irlos a
 buscar de madrugada a la disco. Ahora que al fin volvemos a poder
 dormir, y hasta que el miedo al accidente de moto nos vuelva a
 desvelar, hacemos una siesta educativa de diez o doce años.
 Alguien se estremecerá pensando que este período es precisamente el
 momento clave para educarlos. Tranquilo, que por algo los llevamos a
 la escuela. Y si llegan inmaduros a primero de ESO que nadie sufra,
 allá los esperan los colegas de bachillerato que nos los
 sobreespabilarán en un curso y medio, máximo dos. Al modelo de padres
 que sobreprotege a los pequeños y abandona los adolescentes nadie los
 podrá acusar de haber fracasado educando a sus hijos. No lo han
 intentado siquiera. Los maestros hacen algo más que huelga o
 vacaciones, y la educación es bastante más que un problema. Pido
 perdón tres veces: por colocar en un título tres palabras tan cursis y
 pasadas de moda, por haberlo hecho para hablar de los maestros, y,
 sobre todo sobre todo, porque mi idea es -lo siento mucho- hablar bien
 de ellos. Sé que mi doble condición de padre y periodista, tan radical
 que sus siglas son PP, me invita a criticarlos por hacer demasiadas
 vacaciones (como padre) y me sugiere que hable de temas importantes,
 como la ley de educación (es lo mínimo que se le pide a un periodista
 esta semana).
 Pero estoy harto de que la palabra más utilizada junto a escuela sea
 ‘fracaso’ y delante de educación acostumbre a aparecer siempre el
 concepto ‘problema’, y que ‘maestro’ suela compartir titular con
 ‘huelga’.
 La escuela hace algo más que fracasar, los maestros hacen algo más que
 hacer huelga (y vacaciones) y la educación es bastante más que un
 problema. De hecho es la única solución, pero esto nos lo tenemos muy
 callado, por si acaso. Mi proceso, íntimo y personal, ha sido el
 siguiente: empecé siendo padre, a partir de mis hijos aprendí a querer
 el hecho educativo, el trabajo de criarlos, de encarrilarlos, y, mira
 por donde, ahora aprecio a los maestros, mis cómplices. ¿Cómo no he de
 querer a una gente que se dedica a educar a mis hijos? Por esto me
 duele que se hable mal por sistema de mis queridos maestros, que no
 son todos los que cobran por hacerlo, claro está, sino los que son,
 los que suman a la profesión las tres palabras del título, los que
 mientras muchos padres se los imaginan en una playa de Hawái están
 encerrados en alguna escuela de verano, haciendo formación, buscando
 herramientas nuevas, métodos más adecuados.
 Os deseo que aprovechéis estos días para rearmaros moralmente. Porque
 hace falta mucha moral para ser maestro. Moral en el sentido de los
 valores y moral para afrontar el día a día sin sentir el aprecio y la
 confianza imprescindibles. Ni los de la sociedad en general, ni los de
 los padres que os transferimos las criaturas pero no la autoridad. ¿Os
 imagináis un país que dejara su material más sensible, las criaturas,
 en sus años más importantes, de los cero a los dieciséis, y con la
 misión más decisiva, formarlos, en manos de unas personas en quienes
 no confía? Las leyes pasan, y las pizarras dejan de ensuciarnos los
 dedos de tiza para convertirse en digitales. Pero la fuerza y la
 influencia de un buen maestro siempre marcará la diferencia: el que es
 capaz de colgar la mochila de un desaliento justificado junto a las
 mochilas de los alumnos y, ya liberado de peso, asume de buen humor
 que no será recordado por lo que le toca enseñar, sino por lo que
 aprenderán de él.
 Carles Capdevila / Periodista.

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